Esta historia sucedió en la misma universidad que ya mencioné en la introducción del volumen Gene Wolfe’s Book of Days.
En dicha universidad hubo una vez un profesor jubilado, un tal doctor Insula, al que le perdía todo lo relacionado con las islas, sin duda debido a su nombre. Este doctor Insula llevaba tanto tiempo jubilado que ya nadie recordaba al frente de qué departamento había estado. El Departamento de Literatura decía que había sido del de Historia; y el Departamento de Historia, que del de Literatura. El propio doctor Insula aseguraba que en su época ambos habían sido un único departamento, pero los demás profesores sabían que eso no podía ser cierto.
Una fría y despejada mañana de otoño, este doctor Insula se presentó en el despacho del rector (ante la inmensa sorpresa de este) y anunció que deseaba impartir un seminario. Estaba cansado, explicó, de rusticar lejos de las clases; un pequeño seminario que se reuniera una vez por semana no le supondría problema alguno, y consideraba que a cambio de la pensión que llevaba tantos años percibiendo debía hacer algo para aliviar a los más jóvenes de una pequeña parte de su carga.
El rector se encontró en un dilema, como os imaginaréis. Con objeto de ganar algo de tiempo, dijo:
—¡Estupendo! Sí, ¡estupendo de veras, doctor! Noble, si me permite recurrir a esa palabra un tanto anticuada, pero totalmente acorde con ese noble espíritu de sacrificio que, ¡ah!, nobleza obliga, siempre hemos querido fomentar entre nuestro cuerpo docente. ¿Me permite preguntarle tan solo cuál será la materia sobre la que versará su seminario?
—Islas —anunció con firmeza el doctor Insula.
—Sí, claro. Por supuesto. ¿Islas?
—Podría ser que también decida incluir islotes, atolones, cayos, columbretes, archipiélagos y algunos de los arrecifes de mayor tamaño —le confió el doctor Insula, como en una conversación entre amigos—. Depende de cómo se desarrollen las cosas. Pero las penínsulas están totalmente descartadas.
—Ya… —dijo el rector mientras pensaba: «Como le diga que no al pobre vejestorio lo voy a hacer polvo; pero si acepto y lo incluyo como seminario de 0 créditos, no se apuntará nadie y aquí no habrá pasado nada».
Así se hizo y, durante seis años, todos los catálogos de cursos incluyeron el seminario sobre islas del doctor Insula, sin créditos, y nadie se inscribió en él en esos seis años.
Resultó que la secretaria encargada de las inscripciones era una mujer a la que ya se le iba acercando el momento de jubilarse y, cada vez que se había cerrado el plazo de inscripción, de doce cuatrimestres regulares y seis de verano, el doctor Insula había acudido a preguntar si alguien se había apuntado a su seminario. Y llegó un momento, todavía no en otoño sino durante esos deprimentes últimos coletazos del verano en los que en la calle se está a más de treinta grados, en las tiendas ya tienen tarjetas de Halloween y los primeros adornos navideños aparecen sutilmente amenazadores en los escaparates, en que ya no pudo más.
La secretaria estaba inclinada sobre su mesa preparando el nuevo catálogo de cursos (que sería el último que iba a hacer en su vida) y, aunque el aire acondicionado se suponía que estaba programado a veinticinco grados, en la oficina estaban a casi treinta como poco. Un mechón del cabello canoso le resbalaba una y otra vez sobre los ojos, y el murmullo del ventilador eléctrico que ella misma se había comprado, con su propio dinero, le hacía acordarse continuamente de cuando, de niña, dormía en un porche cerrado en Atlanta cuando iba con sus padres a visitar a la familia.
Y en ese momento crítico, el centésimo, tal vez, de una larga sucesión de momentos críticos, llegó a la sección situada bajo el epígrafe «Miscelánea», el remate de lo que era el catálogo propiamente, justo antes de los fraudulentos resúmenes biográficos de los docentes. Y allí estaba el seminario de 0 créditos del doctor Insula sobre islas.
Una especie de locura se apoderó de ella. «Si siempre se cometen errores, caray —pensó para sí misma—. Si mismamente el año pasado la impresora cambió aquel laboratorio del doctor Ettelmann a los lunes, grancoles y viernes. Y además, “0 créditos” seguro que tiene que tratarse de un error. ¿Quién va a apuntarse a un seminario de 0 créditos sobre islas? Y en cualquier caso, si quieren que trabajemos con eficiencia que pongan el aire acondicionado, caray».
Casi antes de que se diera cuenta, su lápiz ya había pintado una fina y corta línea vertical en la columna «Número de créditos», y al momento sintió que ya tenía mucho menos calor.
Así que, cuando justo ese año el doctor Insula fue a preguntar, la secretaria pudo informarle, con cierta satisfacción, de que, de hecho, dos estudiantes, un joven y una joven, le dijo, a juzgar por sus nombres, le dijo, se habían apuntado a su seminario.
Y cuando el joven y, más tarde, la joven fueron a la oficina de inscripciones para informarse de dónde se iba a celebrar el seminario sobre islas de los viernes por la tarde, una de las auxiliares de la secretaria (que lógicamente no lo sabía) los llevó a su presencia, y ella sí pudo explicarles (en dos ocasiones y casi con idéntica satisfacción en ambas) dónde iba a ser. Porque la antigua y grata costumbre de celebrar los seminarios en el salón del domicilio del profesor había caído tan en desuso en la universidad que el propio doctor Insula y la veterana secretaria eran casi las únicas personas que se acordaban de ella.
Así fue que, una tarde de septiembre cuando las hojas justo acababan de empezar a tornar del verde al marrón y al rojo dorado, el joven y la joven recorrieron el pedregoso camino del un tanto descuidado jardín del doctor Insula, subieron los agrietados escalones de piedra del doctor Insula y atravesaron entre crujidos el porche sombrío del doctor Insula, para llamar a la puerta de roble con manchas de humedad del doctor Insula.
Él abrió y los hizo pasar a una sala de estar que casi habría podido calificarse de salón de tertulias, de tan colmada como estaba de olor a polvo, recuerdos de tiempos ya pasados, rígido mobiliario y libros viejos. Allí los hizo sentar en dos de las rígidas sillas y trajo café (que dijo que era de Java) para el joven y para sí mismo, y té para la joven. «Antes lo llamábamos té de Ceilán —señaló—. Supongo que ahora es té de Sri Lanka. Los griegos la llamaban Taprobane y los árabes Serendib».
El joven y la joven asintieron educadamente con la cabeza, sin estar del todo seguros de a qué se refería.
También había unas pastas escocesas, y él les recordó que Escocia no era más que el extremo norte de la isla de Gran Bretaña, y que la propia Escocia a su vez comprendía tres famosos grupos de islas: las Shetland, las Orcadas y las Hébridas. Y les recitó a Thomson, el poeta escocés:
Donde el océano septentrional, en espumantes remolinos,
Hierve alrededor de las desnudas y melancólicas islas
De la remota Thule, y las procelosas aguas atlánticas
Se destrozan contra las Hébridas furiosas
[1]Luego le preguntó al joven si sabía dónde estaba Thule.
—En las historietas, el príncipe Valiente es de allí, creo —respondió él—, pero no es un lugar de verdad.
—Es Islandia —dijo el doctor Insula moviendo negativamente la cabeza. Luego se volvió hacia la joven—. Tengo entendido que el príncipe Valiente se suele considerar coetáneo del rey Arturo. Recordará que el rey Arturo fue enterrado en la isla de Avalón. ¿Sería tan amable de decirme dónde está situada esta isla?
—Se trata de una isla mítica al oeste de Irlanda —contestó la joven, puesto que era eso lo que le habían enseñado en clase.
—No, está en Somerset. Fue allí donde se encontró su ataúd, en 1191, con la inscripción: «Hic jacet Arthurus, Rex quondam, Rexque futurus». Avalón también fue la última morada conocida del Santo Grial.
—No creo que esa historia sea real, doctor Insula —terció el joven.
—Porque no es historia aceptada oficialmente, supongo. Dígame, Historia verdadera, ¿sabe quién la escribió?
—Nadie escribe la historia verdadera —replicó el joven, puesto que era eso lo que le habían enseñado en clase—. Toda la historia es subjetiva, al reflejar las percepciones y los prejuicios inconscientes del historiador. —Tras su desafortunada respuesta sobre el príncipe Valiente, se sintió bastante orgulloso de esta.
—¡Caray!, entonces mi historia es tan buena como la historia oficial. Y puesto que realmente existió un rey Arturo (aparece mencionado en las crónicas de la época) seguro que es más probable que esté enterrado en Somerset a que lo esté en algún lugar inexistente… Por cierto, Luciano de Samósata fue quien escribió Historia verdadera.
El doctor Insula les narró los viajes de Luciano por Antioquía, Grecia, Italia y la Galia, y esto le llevó a perorar sobre las naves de aquella época, los peligros de las tormentas y la piratería, y sobre el encanto de las islas griegas. Les habló de que Apolo había nacido en Delos; de Patmos, donde San Juan vislumbró el Apocalipsis; de Phraxos, donde vivió el mago Conchis. Les dijo, «“Pero hender las aguas de este mar, en el tierno otoño, murmurando el nombre de cada isla, supera a toda otra alegría y abre en el corazón del hombre un paraíso.”»
[2].
Pero como no rimaba, el joven y la joven no se percataron de que estaba citando una famosa historia.
Y por fin les preguntó:
—Pero ¿a qué se debe que la gente de todas las épocas y de todos los lugares haya considerado las islas como algo único, poseedoras de una magia única? ¿Me lo puede explicar alguno de los dos?
Ambos negaron con la cabeza.
—Veamos entonces, creo que uno de ustedes tiene un pequeño bote.
—Yo —dijo el joven—. Es una canoa de aluminio, probablemente la haya visto encima de mi Toyota.
—Bien. Supongo que no tendrá inconveniente en llevar a su compañera como pasajera… Voy a encargarles una tarea, a los dos. Deben ir a una isla concreta que les diré, y cuando nos volvamos a ver tendrán que describirme qué es lo que le han encontrado de mágico a ese lugar. —Y les dijo cómo ir por determinadas carreteras hasta llegar hasta otras determinadas carreteras hasta llegar a una que estaba sin asfaltar y que terminaba en un río, y cómo desde ese punto avistarían la isla—. Cuando nos volvamos a ver, les revelaré la verdadera ubicación de la Atlántida, de Hy Brasil y de Utopía. —Tras de lo cual citó los siguientes versos:
Nadie alcanzó jamás nuestras costas legendarias,
Ningún marinero descubrió nunca nuestras playas;
Ahora apenas se ve nuestro espejismo,
Ni las olas verdes que flotan cercanas,
Pero los mapas más antiguos contienen
El perfil trazado de nuestro continente;
[3]—Vale —dijo el joven; acto seguido se levantó y se marchó.
El doctor Insula también se puso de pie, para acompañar a la joven a la puerta, pero tenía tan mala cara que ella le preguntó si se encontraba bien.
—Me encuentro todo lo bien que se puede encontrar un anciano —respondió él—. ¿Se siente con fuerzas para una última cita, mi niña? —Y, cuando ella asintió con la cabeza, él susurró:
Los hondos lamentos son ya de muchas voces. Venid, amigos míos.
No es demasiado tarde para buscar un mundo nuevo.
Zarpemos, y sentados en perfecto orden hiramos
los resonantes surcos, pues me propongo
navegar más allá del poniente y el lugar en que se bañan
todos los astros del occidente, hasta que muera.
Es posible que las corrientes nos hundan y nos destruyan;
es posible que demos con las Islas Venturosas,
y veamos al gran Aquiles, a quien conocimos.
[4]El joven y la joven pararon en una tienda y compraron unos sándwiches que pagó la joven, aduciendo que, como conducía él, su dignidad (la joven tuvo buen cuidado de evitar decir «honor») se lo exigía. También compraron un paquete de seis latas de cerveza, que pagó el joven, aduciendo que su propia dignidad se lo exigía (él también tuvo buen cuidado de evitar decir «honor»), dado que ella había pagado los sándwiches.
Luego siguieron las indicaciones que les había proporcionado el doctor Insula y así llegaron a la arenosa orilla de un río, donde bajaron la canoa de aluminio del Toyota y zarparon camino de la pequeña isla cubierta de pinos a unos cien metros corriente abajo.
Una vez allí, exploraron el lugar a fondo, tiraron piedras al agua y se sentaron a escuchar cómo el viento narraba viejas historias por entre las ramas de los pinos de mayor tamaño.
Y tras enfriar las cervezas en el río del marrón de las hojas de los árboles, y comerse los sándwiches que habían comprado, remaron de vuelta hasta el lugar donde habían aparcado el Toyota, mientras decidían cómo contarle al doctor Insula cuando lo vieran la semana siguiente que estaba equivocado con respecto a la isla, cómo podían decirle que ese lugar carecía de magia.
Sin embargo, cuando llegó la siguiente semana (tal y como siempre acostumbran a hacer las siguientes semanas) y, tras atravesar entre crujidos el sombrío porche se plantaron ante la puerta de roble con manchas de humedad y llamaron, una anciana cruzó la calle para decirles que era inútil que llamaran.
—Justo ayer hizo una semana de su fallecimiento —explicó la mujer—. ¡Qué pena! Esa misma mañana había salido a charlar conmigo. Estaba contentísimo porque al día siguiente se iba a reunir con unos alumnos suyos. Luego debió de entrar en el garaje; fue allí donde lo encontraron.
—Sentado en su bote —señaló la joven.
—¡Caray!, sí —respondió la anciana asintiendo con la cabeza—. Supongo que lo habrá oído comentar.
El joven y la joven se miraron, le dieron las gracias a la mujer y se marcharon. Posteriormente comentarían lo sucedido en alguna ocasión, y pensarían en ello con frecuencia, pero no fue hasta mucho después (cuando llegó el momento de disfrutar de esas vacaciones larguísimas que se prolongan desde la semana que precede a la Navidad hasta el comienzo del nuevo cuatrimestre en enero, y que les mantendrían separados durante casi un mes) cuando descubrieron que, después de todo, el doctor Insula no había estado equivocado con respecto a la isla.
NOTA FINAL
Me encanta este cuento. Bueno, reconozco que me gustan todos los cuentos de este volumen (aunque no todos los que he escrito), pero por este siento una predilección especial. Y no es porque cierre el ciclo que comencé con «La isla del doctor Muerte y otras historias», sino porque se niega en redondo a ser como los demás, con esa personalidad nostálgica tan suya, y sin perder la sonrisa mientras llora. Espero que a vosotros también os guste.
Copyright © 1983 Gene Wolfe